Manifestación para pedir la equiparación salarial

Miles de policías y Guardia civil se manifestaron en Madrid

Nadie está aquí pordinero

Nadie está ahí por dinero. Ahí donde muchas veces nadie más quiere estar: ese lugar al que nadie va, o del que ya todos se fueron, o tardarán lo menos posible en irse. Por poner algún ejemplo: la noche con dientes de lobo en la que toca recoger la humanidad hecha trizas; el picacho helado al que los manuales de seguridad prohíben arrimar las aspas del helicóptero; las aguas encrespadas del Estrecho con mal viento de Levante; la carretera bloqueada por la nieve; el extremo menos prometedor del cañón de la pistola que empuña un loco o un desalmado; la valla que asaltan cada noche los parias del mundo; el lado malo del tumulto sin control que denota el fracaso del Estado.

Nadie va a ese lugar por dinero, y si alguno comete el craso error de hacerlo, tan pronto como llega y comprueba lo que hay, se pone a ingeniar la forma de estar en otra parte, lo que casi siempre resulta factible y, a nada que uno espabile, está mejor retribuido. Hay, claro está, excepciones: sin ir más lejos, la que representan aquellos que ignorando sin escrúpulos la función que tienen encomendada se ponen a trabajar, sin devolver la placa, para quienes se ofrecen a remunerarlos copiosamente por dejar correr el delito en lugar de impedirlo. Estos impostores son siempre más de los deseables; pero no son demasiados, ni los que son merecen considerarse parte de esta historia. Aquí sólo se trata de quienes aceptaron un día, siendo por lo común muy jóvenes, ponerse un uniforme de policía o guardia civil y salir ahí, a la calle, a tratar de llevarlo con alguna dignidad.

 

 

En otros tiempos se los utilizó de la forma más funesta. Los pusieron a taponar injusticias, a vigilar a los discrepantes, a sostener por la porra o el fusil lo que ni la razón ni la decencia ni la Historia aguantaban. Son páginas oscuras que les incumben a ellos como nos incumben a todos los que formamos parte del país y administramos, con mayor o menor entusiasmo, el legado de los que nos precedieron. Eran tiempos en los que no sólo ellos veían su labor cotidiana desviada a garantizar y defender lo que no era legítimo ni defendible. Lo mismo podía decirse de jueces, maestros, recaudadores, ujieres, redactores de diarios.

Ahora somos lo que somos y estamos donde estamos. Cada día, alguien que se ve en apuros comprueba que puede marcar su número, y que al hacerlo acude alguien comprometido por lo común con la defensa de sus libertades y sus derechos y con la protección de su seguridad y su integridad. Por eso recurren a ellos ciudadanos de toda condición y cualquier ideario; lo hacen, incluso, aquellos que los critican o alguna vez vocearon contra ellos eslóganes insultantes. Y no se ven por ello, como debe ser, discriminados en el servicio que sus apuros demandan.

No sólo los ciudadanos recurren a ellos. En los últimos tiempos se ha hecho necesaria una y otra vez su intervención, a requerimiento de los poderes del Estado, para paliar los efectos de las disfunciones provocadas por sus malos gestores. Desde desmantelar siguiendo órdenes de los jueces tramas corruptas extendidas por las más diversas administraciones, hasta desenmascarar y desactivar grupos organizados para dirigir la acción pública en exclusivo beneficio de sus ideas y sus correligionarios y en flagrante violación de la legalidad que ampara a todos. En más de una ocasión, su condición de dique último del poder del Estado los ha forzado a asumir, por negligencia previa de los que lo gestionan, por omisiones y aun por maniobras dolosas de otros, el feo papel de plantarse ante una multitud enfervorizada en su contra, con el encargo de hacer cumplir la ley. Una tarea que nunca sale a pedir de boca, que muy rara vez tiene premio y que casi siempre lleva aparejados sinsabores y reproches